Experiencia bipolar de Juan Francisco Hernández, profesor universitario, escritor y fotógrafo. Diagnosticado con trastorno bipolar desde los 32 años y con toda una vida marcada por impulsos, épocas de ciclaciones entre manías y depresiones, con algún intento de suicidio y con un largo proceso hasta alcanzar una cierta estabilidad, que incluye diagnósticos, pruebas con distintos tratamientos y un gran trabajo de aprendizaje sobre la enfermedad y sobre él mismo.
Primeros altibajos de la bipolaridad
Mi infancia estuvo marcada por la distimia, trastorno afectivo que me provocaba una persistente sensación de tristeza, vacío y descontento. A pesar de ello, tuve una infancia feliz. Era tímido y callado, y tenía un interés muy particular por la filosofía, la historia y la mística. Me obsesionaban temas que podrían considerarse extraños en un niño. Atribuía aquellos estados emocionales al divorcio temprano de mis padres; a la falta de interés que mi padre mostró por mí, a lo largo mi vida; a la inestabilidad emocional de mi madre; a los cambios frecuentes de casa, escuela y ciudad. Sufrí acoso durante la primaria y durante el primer año de secundaria. En aquella época fui un estudiante mediocre; me distraía imaginando historias en las clases en lugar de poner atención. Por otra parte, demostraba liderazgo en la natación, las excursiones al aire libre y las artes marciales.
En la adolescencia experimenté una drástica transformación. Los claroscuros de mi personalidad se acentuaron. Maduro y responsable, quise trabajar desde muy joven; al mismo tiempo, comencé a tener comportamientos autodestructivos: beber alcohol en exceso, pelear a golpes, conducir una motocicleta a alta velocidad, lanzarme a un río profundo en la madrugada y cruzarlo, cortarme la mano con un vaso roto. Asistía poco a clase y me quedaba leyendo en las escaleras de la escuela. Tuve a una relación, que duró diez años, en la que hubo momentos de crecimiento mutuo y un apoyo significativo. No obstante, también hubo situaciones complicadas y motivadas, en gran medida, por las abruptas fluctuaciones del ánimo que yo experimentaba. Sin embargo, esa relación me ayudó a terminar mis estudios y a moderar mi manera de beber. Durante mi último año en el bachillerato, mi interés por la filosofía y por la literatura, cobraron mayor importancia y me dieron un fuerte motivo para vivir y para ver un futuro que, en aquella época, yo imaginaba brillante.
En la universidad sentía que no encajaba con mis estudios que, por algún motivo, me vi obligado a elegir. Tampoco encajaba con la universidad donde estudié y, mucho menos, con la mayoría de mis compañeros de escuela. Me aislaba los fines de semana para leer los libros que quedaron de la biblioteca de mi abuelo. Trabajaba y hacía negocios de lo más extraños. En ese período fui un estudiante promedio, sin embargo, conseguí terminar la universidad sin mayores contratiempos. Desde la primaria, había desarrollado la habilidad de aprobar mis exámenes por intuición y estudiando en el último momento. Por otra parte, practicaba equitación y daba clases de artes marciales en la academia de policía y a un pequeño grupo de amigos de la infancia. Después de aprobar el examen profesional y, a pesar de no haber querido ir a mi fiesta de graduación, obtuve el tan ansiado título. Casi enseguida, encontré trabajo en un banco. Poco tiempo después, me trasladé a la ciudad de Monterrey, donde vivía mi novia, y empecé un posgrado en administración pública y ciencias políticas.
Síntomas de las descompensaciones
Durante los tres años que duró el posgrado, estudié obsesivamente. Leía cuatro o cinco libros, simultáneamente. Debatía en clase y llevaba el debate a otros sitios. Hablaba desbocado de filosofía política y, después, notaba que, tras mis conversaciones, casi siempre repletas de datos y de análisis, mis oyentes terminaban exhaustos. Algunas veces mi cerebro funcionaba con una velocidad sorprendente. Después de pasar semanas pensando y escribiendo sin poder dormir, me sentía cansado y, de alguna manera, derrotado. Entonces, me excluía y pasaba muchos días en soledad. Por las mañanas, después de despertar, la angustia de devoraba por dentro, como si me arrastrara a un abismo sin fondo. Los fines de semana escalaba en roca. Sólo en tres ocasiones bebí alcohol en esos tres años; en las tres me comporté de forma vergonzosa.
Conseguí terminar la maestría con honores. En un breve pero intenso impulso, renuncié a mi trabajo, terminé mi relación de pareja y me mudé a la ciudad de Querétaro, donde viví los siguientes seis meses con mi hermana. Me dediqué a escribir la tesis del posgrado y a escalar la Peña de Bernal, impresionante monolito formado por una roca colosal de una sola pieza. No trabajaba y vivía del finiquito de mi empleo. Pasaba los días en los cafés y en la biblioteca municipal, escribiendo mi tesis en una de las primeras computadoras portátiles del mercado. A pesar de sentirme eutímico, la intensa sensación de soledad, a pesar de que estuviese acompañado, me perturbaba.
Era evidente que, desde la infancia y a través de las pérdidas que experimenté, algunas de las cuales ya he mencionado, pero a la que debo agregar la muerte de mi abuelo, ocurrida cuando yo tenía siete años (mi abuelo era mi protector, mi mejor amigo), tuve un proceso de fragmentación y, predispuesto genéticamente a la enfermedad de mi padre (tiempo después supe que él tomaba tegretol), terminé por desarrollar una fragilidad, misma que ha estado conmigo siempre y que se manifiesta, sobre todo, en los momentos de mayor estrés. Estoy convencido de que, a partir de la separación de mis padres (cuando tenía seis meses de edad), se incubó en mí una inseguridad paranoide que sigue siendo la causa esencial de mi soledad. Durante los seis meses que pasé en Querétaro, no sentí la necesidad de beber alcohol, de manera que permanecí sobrio y tranquilo Después de terminar mi tesis y de presentar mi examen profesional en Monterrey, conseguí trabajo en una casa de bolsa en la Ciudad de México.
Gracias al hecho de haberme graduado con una de las notas más altas de mi generación, mi tesis participó en un concurso internacional. Fue por aquellos días que comprendí que la vida, desde que nacemos, consiste en aprender a asumir las pérdidas y que, mientras perdemos, debemos intentar ganar otras cosas en el camino, para equilibrar la balanza. Sobre todo los que padecemos alguna enfermedad como el trastorno bipolar, que produce pérdidas en cadena.
Aprobé todos los cursos necesarios para trabajar en el medio bursátil, donde empecé a experimentar otra vez frecuentes altibajos. Cuatro años después, tenía una exitosa cartera de clientes y ganaba más dinero del que ganaban muchos de mis amigos y compañeros de la universidad. Realicé inversiones en las que puse en riesgo el dinero de mis clientes, de mi familia y mis propios ahorros. Viaje por diversas partes del mundo. Comencé a practicar montañismo en los volcanes de México y realicé siete saltos en paracaídas, a pesar de no haber completado los cursos adecuados. A menudo corría riesgos innecesarios. No sólo sentía una enorme pasión por los paisajes y disfrutaba de la recompensa de los deportes extremos, sino que también constituían una búsqueda de fortaleza interior, una afirmación de mi seguridad personal. En esa época, una operación bursátil me llevó a perder una enorme cantidad de dinero. Derivado de esa crisis, me fui en caída libre, junto con la caída de las acciones en la bolsa.
Primer diagnóstico, depresión e ideación suicida
Mi vida se dividía entre las operaciones bursátiles y los estudios de literatura que había comenzado. Vivía en un pequeño apartamento en una exclusiva zona de la Ciudad de México. Una noche, después de cenar con amigos, experimenté una profunda sensación de vacío y, sin saber de dónde había venido aquel impulso, llamé a mi hermana por teléfono avisándole que iba a suicidarme. Con toda probabilidad se trató de un grito de ayuda, puesto que no tenía nada planeado. Ella y mi madre hablaron conmigo por teléfono y me convencieron de buscar ayuda profesional. A la mañana siguiente, consulté a un psiquiatra que me diagnosticó depresión. Comencé a tomar Prozac.
En aquellos días me mudé a un apartamento más grande. El Prozac me sumía en un profundo letargo; la somnolencia y el estado de enajenación provocado por el antidepresivo, me hacían tener la impresión de vivir una vida artificial; pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo y únicamente salía para comprar libros o cedes de música. Comía latas de atún (directamente de la lata) y, algunas veces cenaba en un restaurante portugués. Regresaba, leía otro poco y me quedaba dormido. Iba al trabajo y rendía muy poco.
Después de tres meses de tomar el Prozac, me sentí pletórico. Había dejado atrás la depresión. Arrojé la caja con el medicamento en un bote de basura y me dispuse a continuar mi desenfrenada carrera hacia el éxito. Fui contratado por la banca privada del grupo Santander, donde tenía que convencer a mis clientes del banco en el que antes trabajaba de irse conmigo. Fue una lucha feroz contra los directores de la firma anterior que, como perros rabiosos y no siempre de manera ética, intentaron quedarse con mis clientes. Yo intentaba mostrarme como una persona fuerte, pero mi fragilidad me delataba.
En aquel tiempo conocí a la cantante del coro en una iglesia. Mientras ella cantaba, deslicé en sus manos un libro que le había comprado: la vida de Pablo de Tarso. A los pocos días, comenzamos una relación. Después de un año sentí que ella era muy calmada para mi agitada vida y terminé con ella. Poco tiempo después, habiendo notado mi error, volví a buscarla, pero ella acababa de iniciar una nueva relación.
Peligros de la fase maníaca
Una mañana, con el objeto de apaciguar mi angustia, fui a una iglesia y me puse a rezar frente a la imagen de san Charbel. La luz azulada de un vitral lo iluminaba. Miré la imagen directamente a los ojos. En ese instante, tuve la delirante impresión de que el santo me hablaba a través de telepatía. Me pedía que regalara dinero a un grupo de viejecillas que había afuera de la iglesia. Corrí al banco, saqué todo el dinero que tenía (que no era poco, pues me acababan de pagar mi salario y un importante bono de productividad) y regresé a dárselos. El problema no fue sólo que les entregase todo mi dinero, sino que lo hice de manera histriónica: lanzando billetes al aire, como confeti. Fue un espectáculo grotesco. Al final, las viejecillas y otros indigentes que se habían acercado para beneficiarse de mi espontánea generosidad, comenzaron a inquietarse e, incluso, querían devolverme el dinero. Convencido de que sus sufrimientos permeaban en mí, me marché a toda prisa. Regresé a mi apartamento sintiendo mucho dolor; lloré toda la tarde, hasta que me quedé dormido. A la mañana siguiente, me di cuenta de que no tenía dinero para pagar el alquiler, ni para comer. Llamé a mi madre para pedirle su apoyo. Ella, como siempre, con esa generosidad y empatía que la caracterizaban, me lo dio sin titubear.
Comencé una relación con otra mujer que conocí. Una vecina de la que me enamoré desmesuradamente. Ella había pasado por momentos terribles y abusos, por lo que no era capaz de crear los vínculos afectivos que yo necesitaba. Tuvimos una tórrida relación que terminó fracasando. El rompimiento me sumergió en un mar profundo; me tomó seis meses alcanzar la superficie. Poco tiempo después conocí a otra mujer con la que inicié otra relación. Durante un viaje que hice por el norte de España tuve la ocurrencia de detenerme en un teléfono público y llamarle para pedirle matrimonio. Pensaba que teníamos todo para estar juntos. Para mi sorpresa, ella aceptó de inmediato. Al regresar nos dedicamos a planificar la boda.
Mi abuela me hizo un préstamo en dólares para comprar un apartamento, pero tres meses antes de la boda me di cuenta de que no tenía nada en común con esa mujer y decidí cancelar todo. Mi abuela, a la que quise mucho y que siempre fue muy generosa conmigo, pero que tenía el hábito de manipular a la familia con el dinero, cambió abruptamente de opinión y me pidió que le devolviera el préstamo del apartamento. Venderlo implicaba asumir importantes pérdidas cambiarias. Tras la presión que sentí de parte de mi abuela, vendí el apartamento en pesos, lo que resultó en una pérdida. Intenté recuperar el dinero comprando un departamento en Miami y vendiéndolo con una pequeña ganancia, pero aún no lograba recuperar la cantidad perdida.
Debido la experiencia que tenía en la bolsa de valores y a que me percibía como muy bueno en lo que hacía, invertí el dinero. Al poco tiempo hubo un suceso internacional que hizo bajar los precios de las acciones de la bolsa y perdí la mayor parte del dinero. En ese momento pensé que todo estaba terminado y que nunca podría repararla. Nunca podría reparar el sentimiento de abandono ni de soledad, nunca podría reparar la angustia, nunca podría experimentar la estabilidad emocional. No valía la pena vivir de esa manera.
Segundo diagnóstico, trastorno bipolar y efectos secundarios de la medicación
Hubiese podido resistir y recuperar ese dinero. Algunos años más tarde, las acciones de la bolsa en las que había invertido el dinero no sólo se recuperaron, sino que tuvieron importantes utilidades. No me atreví a decirle al resto de mi familia lo que había ocurrido. Sólo mi madre y uno de mis tíos conocían el problema y me animaban para que esperara. La idea de no ser transparente con todos me quemaba por dentro. No conseguía experimentar un solo minuto de paz. Claramente, mi vida se estaba desmoronando y, con mi vida, mi psique vulnerable y enferma colapsaba.
Había tenido que suceder esto para que yo me diera cuenta de lo enfermo que estaba. Siempre fui una bomba de tiempo esperando que algo la detonara. Recuerdo haberme sentado en un parque de ciudad de México y de haber pensado: aquí se terminó todo. Ésta fue mi vida: corta, inútil, fracasada. Sentí una gran lástima por mí. Durante años, a pesar de mi inestabilidad emocional y de mis traumas, había cultivado la imagen de ser una persona ética, responsable y trabajadora. En poco tiempo había acabado con todo eso. A pesar del pensamiento suicida que no me abandonaba y de que incluso fui al centro de la ciudad para intentar contactar, entre las personas que no tenían techo, dónde podía comprar una pistola, al final decidí ir a ver a un segundo psiquiatra.
Este médico me dijo que el primer psiquiatra se había equivocado. Pensando que yo sólo era depresivo, me había recetado el Prozac, mismo que me disparó como un cohete hacia la manía. «Tú ciclas, me dijo», después de escuchar mi historia y de revisar las notas que hacía. «Tú eres bipolar. Un bipolar de manual». Nunca había escuchado él término. No sospechaba que tendría que llevarlo toda mi vida, como una etiqueta. Y que más tarde, tendría que luchar por dejar de identificarme con la etiqueta. El médico me recetó dos medicamentos, creo que fueron Ziprexa y otro más, que ahora no consigo recordar. Meses después, al no encontrarme estable del todo, abandoné al psiquiatra y el tratamiento. Ahora creo que no estaba listo todavía para asumir mi realidad. Me negaba a cargar con una enfermedad invisible que parecía, entre todas las enfermedades, un disparate.
Me resultó insostenible continuar trabajando en la banca privada del grupo Santander debido a la intensa presión. Un exjefe me ofreció un puesto en un despacho de asesoría financiera internacional, con horarios más flexibles, aunque con un menor ingreso. Mi nuevo jefe, además de darme todo su apoyo y confianza, me condicionó el trabajo a que recibiera tratamiento de otro reconocido psiquiatra, especializado en trastorno bipolar. Con el nuevo médico experimenté diversos medicamentos que me causaron efectos secundarios terribles: temblor, náuseas, vértigos, somnolencia, despersonalización, etcétera. De entre todos los fármacos, recuerdo especialmente al valproato, un antiepiléptico.
Pasé un verano en España, recorriendo el Camino de Santiago, experimentando momentos de euforia y angustia. Sin embargo, este viaje transformó mi perspectiva de las cosas y me hizo tomar una decisión trascendental: dejar el medio financiero para dedicarme a la literatura.
Estrés como agente desencadenante
Al regresar, caí en una profunda depresión, debido a sentimientos de fracaso y de culpa. Aunque intentaba ir a trabajar, mi productividad se vio afectada y mis ingresos disminuyeron considerablemente. Pasaba mis tardes participando en talleres literarios y dedicándome a escribir. Después de mantener una sólida amistad con un pintor, vagabundo y esquizofrénico, y de escribir todos nuestros diálogos, en una larga noche de euforia, escribí una novela corta que fue publicada poco tiempo después y que me brindó un breve pero satisfactorio éxito. Publiqué cuatro novelas más y un libro de cuentos. Colaboré con muchas revistas. Sin embargo, tenía la sensación de ser un escritor mediocre. La impresión de que nunca conseguiría escribir de manera original, me causaba una enorme desazón.
Escribir bien significaba que, además de que podía sublimar el dolor, podía darle algo útil a la sociedad y, al mismo tiempo, luchar contra un estigma que cada vez adquiría más peso en mi mente y en la de la gente que me conocía. Nunca llegué a tener el éxito literario que esperaba. Mi vida era eso: momentos de grandes expectativas que terminaban reducidas a una pequeña fracción de lo que había imaginado. Esa ruptura de la realidad sólo conseguía disminuir más mi autoestima.
Recibí una oferta para trabajar en un reconocido banco estadounidense. Lo anterior habría significado un importante avance profesional y financiero. Me pagaron un viaje a Miami: hotel de lujo, vino espumoso en la habitación, coche en la puerta para llevarme a la entrevista con el vicepresidente. Los departamentos de banca privada de los bancos seducen a los promotores de valores; si el promotor no les funciona, se quedan con sus carteras de clientes. Un negocio para tiburones y, si no eres un tiburón, terminas siendo comida para los peces.
Yo quería demostrar que, a pesar de mi fragilidad interior, a pesar de mi enfermedad mental, podía con el reto. Necesitaba recuperar el respeto de los demás y, sobre todo, necesitaba recuperar mi propio respeto. Después de reflexionar acerca de mi capacidad emocional para lidiar con el estrés de la nueva posición, decidí rechazar la oferta. Aquello lo viví como otro enorme fracaso. Los fracasos se acumulaban de la misma manera en la que la humedad se va extendiendo en una pared, hasta cubrirla por completo.
Nuevos aires con luces y sombras muy oscuras
Renuncié al despacho de asesoría financiera y decidí pasar diez días en la Sierra Tarahumara. Tenía la idea de escribir una novela sobre los indígenas rarámuris, pero ya en la sierra, hospedándome en una casa en medio de la nada, conviviendo sólo con montones de moscas panteoneras, me sentí angustiado y no logré escribir una sola línea. Aprovechando la nacionalidad europea que tengo por parte de mi padre, decidí trasladarme a España. Lo logré, en parte, gracias al apoyo de mi madre. Vendí mis pertenencias en un open house repleto de artistas, donde el tequila corría a raudales y en el que terminé regalando la mayor parte de los muebles de diseñador, primeras ediciones de libros y demás objetos que había acumulado en la época en la que ganaba buen dinero.
Volé a Madrid y alquilé una habitación con la intención de encontrar trabajo o de abrir una pequeña librería. A pesar del apoyo de amigos en España, no pude lograrlo. Ni siquiera conseguí registrarme como residente en el país. No tenía la energía para hacerlo. Pasé mis días recorriendo librerías y participé en un círculo de bipolares de Madrid que no me sirvió de gran cosa, como tampoco me fueron útiles otros círculos de apoyo a bipolares en los que participé en México.
Regresé a casa de mi abuela y pasé por una crisis demoledora. Llegué al extremo de poner en peligro a todos en la casa, al abrir las llaves de gas, tomar una sobredosis de ansiolíticos, y echarme en el piso a dormir. Afortunadamente, un tío llegó a tiempo y me encontró. Fui internado en un hospital psiquiátrico, pero mi madre logró sacarme después de diez días, atrás descubrir que me estaban administrando un medicamento prohibido y peligroso. Podría narrar aquellos diez días en cincuenta páginas. El internamiento, en todo caso, fue en mi caso una experiencia angustiosa.
Litio como tratamiento
Un psiquiatra me ofreció un “externamiento”, término que, al parecer, él mismo había creado. Se trataba de pasar el día acompañado de estudiantes de psicología y de ver al psiquiatra dos o tres veces por semana. Al final todo resultó ser un negocio lucrativo para el psiquiatra y, de alguna manera, un fraude. Los psicólogos se quejaban de falta de pago y algunos de ellos ni siquiera estudiaban psicología. Recuerdo que uno me confesó que era estudiante de arqueología y terminamos hablando de las pirámides. El lado positivo es que fue la primera vez que tomé litio. El litio, a pesar de sus efectos secundarios, pareció dar algún resultado. Dejé de ver al psiquiatra y a sus estudiantes y continué tomando el litio. Con el tiempo me volví menos disciplinado con el medicamento.
Pasé algún tiempo relativamente feliz viviendo en un barrio bohemio donde tenía la pretensión de llevar al teatro una de mis novelas. Me reunía con frecuencia con los actores de mi futura obra de teatro y tenía previsto alquilar un teatro yo mismo y convertirme en mi propio promotor. En mi mente veía un lleno total. ¿Qué podía salir mal? No tenía motivo para sospechar que estaba en hipomanía. Ese tiempo lo pasé mirando todas las obras de teatro de la cartelera, estudiando un diplomado en guion cinematográfico y participando en un taller de cine sobre la obra de Luis Buñuel y otro sobre la obra de Ingmar Bergman. Al final, el escritor argentino que contraté para hacer el texto basado en mi novela regresó a su país con mi dinero y sin entregarme el texto. No volví a saber de él. Eso fue suficiente para sumergirme en otra depresión.
Sobremedicación e ideación suicida
A continuación, viví en un apartamento sin muebles que mi madre alquilaba y que acababa de desocuparse en Ciudad de México, convencido de que mi vida no funcionaría más. Cambié de psiquiatra varias veces, pero en lugar de reducir la medicación, empezaron a acumular más medicamentos. Llegué a tomar nueve medicamentos a la vez, junto con una cantidad considerable de ansiolíticos que me hacían dormir durante casi todo el día. Ahora pienso que, si me hubiese quedado con el litio, el escenario habría sido mejor.
Cuando tenía treinta y cinco años llevaba ya un año viajando casi todos los fines de semana a la ciudad donde vivía mi madre. Impartía cursos de literatura y colaboraba, de manera gratuita, con el área de cultura del ayuntamiento municipal. Desde hacía mucho tiempo, la idea del suicidio se apoderaba de mis pensamientos, como una forma de escapar del sufrimiento. Lo paradójico es que yo siempre amé la vida, incluso en ese momento, sólo que me sentía incapaz de seguir viviendo con la enfermedad. Las euforias me dejaban exhausto y las depresiones eran tan profundas como cavernas. Era como un espeleólogo internándose en una gruta sin llevar una luz que lo alumbre, ni una guía que le ayude a volver a la superficie.
En uno de esos viajes, buscando liberar mi dolor emocional a través del dolor físico, hice cortes en mis brazos y en mis piernas. La cama donde me acosté se llenó de sangre. Mis sobrinas me vieron, mi cuñado me vio. «¿Qué hiciste?», me preguntó. Yo me sentía enajenado. Habitando una realidad paralela. Tenía la impresión de que mi familia había dejado de verme de la misma manera. Me percibía como un enemigo para ellos. Como un muerto que, repentinamente, ha vuelto a la vida. No habitaba mi cuerpo, ni mi mente. Se había apoderado de mi la locura. Un psiquiatra local sugirió que estaba tomando demasiada medicación y que estaba intoxicado. Recomendó una revisión completa del diagnóstico y reducir lentamente las pastillas hasta llegar a sólo dos medicamentos. Me dio una pastilla que me tumbó y puso a dormir dos días.
Intento de suicidio
Me sentía perdido, incapaz de disfrutar cualquier cosa y veía un futuro sombrío. Una mañana, al despertar, una niebla mental me envolvió, mientras el calor y la humedad del puerto se volvían insoportables. Con mi madre fuera de casa, surgió en mi mente la idea de tener algo que me diera una sensación de seguridad para enfrentar el pensamiento del suicidio. No buscaba realmente morir; quería tener una vía de escape útil en caso de que todo se volviera aún más insoportable. En otras palabras, quería saber dónde estaba la puerta de emergencia para salir de la vida si el teatro se incendiaba. Fui a una veterinaria, compré un veneno para matar garrapatas al ganado, lo guardé en un armario y pensé en dejarlo ahí, por si algún día lo necesitaba. Nunca entenderé por qué, a pesar de que no era mi intención tomarlo, en algún momento, que no recuerdo, abrí el armario y, sin pensarlo dos veces, tomé un largo trago del líquido.
A partir de entonces, mi vida transcurrió entre sueños, la mayoría de ellos, pesadillas. Soñaba con desconocidos y con familiares fallecidos; en ocasiones me encontraba en un hospital y, en otras, en extraños y fantásticos lugares. Navegaba a bordo de un barco pirata sobre el césped de un enorme jardín. Desde ahí hablaba con todas las personas que conocía. Soñaba en Technicolor. Pasé veinte días en coma, con un tubo en la garganta, alimentado por la vena y conectado a un respirador artificial.
Proceso de recuperación
Veinte días más tarde, una parte de mí despertó, pero era incapaz de moverme o de hablar. Ni siquiera podía abrir los ojos. Sólo era capaz de escuchar. Llegó un médico rodeado de lo que parecían ser residentes de medicina. El médico comenzó a explicarles que mis pulmones estaban totalmente colapsados y que no había ya nada qué hacer. Dijo que no pasaría de aquella noche. Recuerdo que al escuchar que iba a morir en poco tiempo, mi cuerpo se puso caliente y que sentí un miedo que jamás había experimentado.
Un rato más tarde, escuché la voz de mi madre y la de un sacerdote. rezaban a mi lado. Sentí el toque del aceite sagrado en mi frente. El sacerdote me había dado los santos oleos. Seguía sin ser capaz de comunicarme. Sin embargo, al amanecer, cuando el médico internista entró a verme otra vez, pude abrir los ojos. Había despertado del coma.
El internista me entregó una pequeña pizarra para que escribiera. «Libéreme», escribí, rogándole que me quitara el tubo. Mis manos estaban amarradas a los tubos de la cama y yo no podía arrancármelo. No soportaba tener el tubo en la tráquea. La sensación de ahogo y asfixia me incomodaba. Aunque temía que no pudiera respirar por mi cuenta, el médico retiró el respirador artificial. Para sorpresa del médico y del personal del hospital que estaba cerca, comencé a hiperventilar y mis pulmones funcionaron de nuevo. Nadie podía creer lo que había sucedido. Me hicieron una radiografía en la que todo estaba bien. Después de diez días salí del hospital para recuperarme en casa. Había perdido treinta y cinco kilos. Sólo una secuela me queda del incidente: una llaga en la planta del pie que cicatrizó, cerca del robillo, y formó un enorme callo. Lo llamo: mi pata de gallo. Debo comprar zapatos más grandes para que me quede el zapato en el pie izquierdo.
Durante mi recuperación, ya sin tomar un solo medicamento psiquiátrico, tenía una enorme claridad mental. Me mudé a Guadalajara y abrí un café-librería junto a mi hermano. Sin embargo, el reencuentro que tuve una mujer que vivía en Bélgica, la falta de medicamentos y la hipomanía, que empezó a generarse debido al entusiasmo que me provocó el nuevo encuentro amoroso, sumado con algunas diferencias con dos socios que mi hermano y yo teníamos en el café, cambiaron el curso de mi vida.
Tomé la decisión de abandonar todo en México y trasladarme a Bélgica para volver a empezar. Parecía imposible que tuviera éxito. Mis planes de residir en Bélgica rayaban en el absurdo. Pensaba conseguir trabajo en la cosecha de uva en el norte de Francia; trabajo que sólo se puede llevar a cabo en la temporada. Aprendería francés por mi cuenta y después encontraría un trabajo más formal. Vivir con una mujer que estaba en proceso de divorcio y que tenía tres hijos, también sonaba descabellado para alguien como yo. Mi madre, a pesar de la resistencia familiar que encontró, pero decidida a todo para que yo fuese feliz, decidió apoyarme, una vez más, en mi quijotesco viaje. Tenía yo treinta y siete años.
Llegué a vivir a la región del Borinage, sitio donde, abrumado por las burlas y dolido por las tristes y paupérrimas condiciones de los mineros de la zona, Vincent Van Gogh dejó abandonó su labor como evangelizador cristiano y se hizo artista.
Búsqueda de la estabilidad con muchas trabas
A los pocos días de llegar a Bélgica, logré conseguir trabajo como profesor en una prestigiosa universidad. Me entregué con toda mi energía e inteligencia a mis cursos. Asumí la responsabilidad de ayudar a mi nueva mujer en la crianza de dos de sus tres hijos, que todavía eran pequeños, y le propuse que reparásemos algunas partes de su casa. Durante un año hicimos muchos viajes juntos y aprendimos cosas importantes. En poco tiempo teníamos una bonita familia, una familia recompuesta. Por primera vez en mucho tiempo me sentía feliz y tenía la seguridad de que, a pesar del trastorno bipolar, en adelante, tendría una buena vida. Sólo tenía que demostrarme de lo que era capaz. Era la primera vez que el sentimiento de soledad y de angustia me abandonaban. Volví a ser el hombre trabajador y responsable que fui de adolescente, pero ahora sin el lastre de la inmadurez y del alcohol.
Un año después, mi madre murió y el sentimiento de soledad y de angustia regresaron a mi vida. Después de su muerte no he vuelto a sentirme realmente feliz. En 2011, cuatro días antes de cumplir cuarenta años, nació nuestro hijo, Mateo, que se ha convertido en el faro que alumbra y guía mis pasos cada vez que la enfermedad empieza a manifestarse. Lamentablemente (salvo por el padre de mi expareja, que siempre nos dio todo su apoyo), una parte de la familia de mi expareja, de manera maliciosa e injusta, decidió criticar todo lo que yo era e ignorarme por completo, mientras que, frente a mis propios ojos y a los de todas las personas que teníamos en común, alababan al exmarido de mi mujer quien, por supuesto, se sentía muy cómodo en el papel del ex yerno valorado por todos. Al mismo tiempo, yo me hacía cargo de una parte de la crianza de sus hijos. Yo no podía construir algo nuevo si no se me daban mínimamente mi lugar.
No pretendía que borrasen su pasado ni eliminasen de su vida al exmarido de mi ex mujer, pero tampoco necesitaba que me hicieran sentir que yo había sido un intruso que había roto un matrimonio que ellos nunca quisieron que terminase. Mi exmujer, durante mucho tiempo, fue incapaz de ponerles un alto. Todos mis esfuerzos y luchas contra la enfermedad, al encontrar un ambiente hostil, al enfrentarme con personas incapaces de mostrar una gota minúscula de empatía, personas incapaces de interesarse por lo que vive una persona con mi condición, constituían un fracaso. Hasta que mi exmujer puso la distancia. Ella padeció una operación de aneurisma, una serie de crisis epilépticas y tuvo un infarto. Me hice cargo de la parte práctica de su enfermedad, hablé con los médicos, estuve al tanto de todo. Su madre vino y, al tiempo que tenía que cuidar de su hija, se dedicó a criticarme. Su familia jamás me llamó para preguntarme si yo necesitaba algo y, mucho menos, para preguntarme cómo llevaba yo las cosas, dada mi condición de persona con trastorno bipolar. Lo malo de la enfermedad mental es que no se ve. Se ven sus signos, pero no la enfermedad. La gente nunca piensa que una persona que padece trastorno bipolar necesita ciertos cuidados.
Todo esto me terminó uniendo a mi exmujer y a mi hijo, aunque la relación nunca pudo reestablecerse. Los hijos de ella terminaron viviendo con su padre. El tiempo que fui como un segundo pare para ellos quedó olvidada. Mi autoestima empezó a declinar. Mi expareja, por otra parte, empezó a resentir mis cambios de ánimo, mis crisis de angustia, mis momentos de ira y mis obsesiones. Hoy vivimos juntos y nos cuidamos, al tiempo que nos hacemos cargo de nuestro hijo.
Como conclusión
En estos catorce años, debido a que mi función hepática empezó a afectarse, dejé el litio durante cinco años y me mantuve relativamente estable, hasta hace dos años que empecé a sentirme nuevamente deprimido. Había días en los que no podía levantarme de la cama y en los que cualquier cosa, por pequeña que fuera, representaba un esfuerzo ciclópeo. Lo anterior estuvo relacionado con el final de la pandemia y con un incremento en el número de horas por semana que trabajo. Hace dos meses sufrí una crisis de paranoia muy importante y que duró semanas, seguida de fuertes episodios de depresión, que no me permitían ser funcional. Desde hace dos semanas he vuelto a consultar a mi psiquiatra y he decidido medicarme otra vez. Hemos decidido que el litio, a pesar de ser el medicamento más antiguo para el trastorno bipolar, es el más indicado para mí.
Atribuyo a diversos factores la relativa estabilidad que he conseguido en los últimos años: el cuidado de mi hijo, mi pasión por la fotografía y el relativo éxito que he tenido en su práctica (comencé a practicarla en 2011), el cuidado de mi salud (no bebo nada de alcohol desde hace muchos años, no fumo, me desvelo poco y hago ejercicio todos los días). El apoyo de mi ex mujer, el apoyo de mi exsuegro, de mi hijo, de mis dos hermanas, de mi hermano y de un puñado de buenos amigos.
Durante toda mi vida he sentido una desconexión y una angustia persistente en mi vida social. Me aíslo con facilidad, frecuento poco a mis amigos y no hago muchos amigos nuevos. Mi reto personal consiste en no volver a abandonar la medicación, retomar la psicoterapia, mejorar mi vida social, mantenerme estable a toda costa, cultivar mis aficiones artísticas, ser productivo en el trabajo, sanar mis emociones y ayudar a otras personas que pasan por lo mismo que yo. Me he preguntado si quisiera ser una persona sana, no haber pasado nunca por el trastorno bipolar. No lo sé, no lo creo. El doloroso viaje de la enfermedad es, como el viaje de Odiseo de regreso a Ítaca, un viaje de descubrimiento que te enseña que el destino nuestro está en los demás, no sólo en uno mismo. Después de cada depresión aprendes a valorar más los momentos de eutimia; en los momentos de eutimia aprendes a valorar la serenidad. Al final, aprendes a valorar la existencia humana, más allá de todo lo material.
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